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Con el transcurso del tiempo los límites entre historia y leyenda tienden a desdibujarse, especialmente cuando un episodio histórico trasciende su contexto original y se ... convierte en parte del imaginario colectivo. Aunque la existencia de documentos o pruebas históricas aporte una base de veracidad al relato, las sucesivas reinterpretaciones orales, literarias o artísticas a menudo añaden elementos fantásticos o emotivos que responden más a las aspiraciones y temores de las generaciones posteriores que a los hechos en sí mismos. Es así como un evento documentado puede adquirir dimensiones míticas, convirtiéndose en una leyenda que, lejos de ocultar la verdad histórica, la enriquece al integrarla en una narrativa cultural que perdura más allá del rigor.
Corría el año de 1592 cuando Cartagena, bulliciosa y fervorosa en su devoción religiosa, fue sacudida por un hecho insólito que indignó a sus habitantes y sembró el temor en cada rincón de la ciudad. La imagen de Santa Rita, venerada protectora de los pescadores, había sido robada sacrílegamente del convento de San Leandro. Este misterio, que comenzó entre susurros en los callejones del puerto, pronto desencadenó un caos que marcó una era de supersticiones, acusaciones y desesperación colectiva.
La Santa Rita era mucho más que un símbolo de fe; era el amparo espiritual de los hombres de la mar que imploraban su protección antes de zarpar y regresaban con ofrendas de sus mejores peces. Pero el equilibrio entre lo divino y lo humano comenzó a desmoronarse cuando la Hermandad de la Pesquera, molesta por impuestos gravosos y una pesca menguante, abandonó sus rituales en el convento. La Santa, olvidada en su hornacina, se convirtió en una sombra de lo que fue, hasta que desapareció en una noche envuelta en penumbras.
En la Cartagena de finales del siglo XVI los muros que protegían la ciudad albergaban no solo ciudadanos libres, sino también esclavos y prisioneros moros. Muchos de ellos trabajaban en condiciones inhumanas en las obras del puerto o en las murallas, alimentando tensiones entre religiones y culturas. Los moriscos, siempre bajo la mirada recelosa de las autoridades y vecinos, se convirtieron en chivos expiatorios perfectos ante cualquier desgracia, y el robo de la imagen no fue la excepción.
El convento de San Leandro, ubicado en la actual Plaza de San Agustín, era un importante centro espiritual de Cartagena, regentado por frailes agustinos. Este convento tuvo una estrecha relación con este gremio de pescadores, quienes acudían regularmente a encomendarse a Santa Rita antes de salir al mar y ofrecían parte de sus capturas como muestra de gratitud.
El terremoto de 1829 marcó el final de la llamada Cartagena Conventual, destruyendo gran parte del convento de San Leandro y con él, siglos de devoción y tradiciones. En tiempos recientes, las obras de construcción de un nuevo edificio en la plaza han sacado a la luz numerosos restos arqueológicos que testimonian el esplendor de esta institución religiosa, reafirmando su importancia histórica.
El relato del robo es digno de las crónicas más perturbadoras, según la documentación de la época. Un fraile del referido convento aseguró haber sentido, en la medianoche fatídica, ruidos extraños en el claustro, e incluso una llamada quejumbrosa que le despertó sobresaltado. Otro afirmó haber percibido un tufillo sulfúrico, un presagio diabólico que alimentó los temores del vecindario, pero la realidad es que por la mañana, la hornacina estaba vacía, y la noticia del sacrilegio incendió la ciudad como un reguero de pólvora.
Entre los rumores y las teorías, una voz se alzó con acusaciones cargadas de histeria. Isabel de Sandoval Rosique, una beata enfermera del Hospital de San Juan de Dios, clamó en la Reja de la Pescadería que la pérdida de la imagen era un castigo divino. Sus palabras inflamaron los ánimos y pronto las sospechas recayeron sobre los moros libres y esclavos que habitaban en la ciudad, cuyos supuestos «odios» a la fe cristiana se convirtieron en una excusa para una persecución despiadada.
Días después, los pescadores regresaron al muelle con una historia que pareció salida de un sueño: habían encontrado la imagen de Santa Rita flotando en la entrada de una cueva cerca de Escombreras. Con asombro y devoción, la llevaron de vuelta al convento entre gritos de ¡milagro! Sin embargo, la vuelta de la santa no trajo paz, sino que precipitó una tragedia. Un viejo arráez tunecino, acusado sin pruebas, fue hallado colgado en la Plaza de Mandarache. Nadie confesó ser el ejecutor de aquel linchamiento que el Cabildo prefirió silenciar, mientras premiaba a la beata Isabel con un gesto de hipócrita gratitud.
Con el paso de los siglos, la historia del robo de Santa Rita se diluyó entre leyendas y olvidos cómplices. Ya no existe ni la venerada imagen ni tan siquiera el convento de San Leandro pero sigue latiendo como un recordatorio sombrío del poder de la fe y las pasiones humanas desbocadas. Hoy, en los rincones de Cartagena, susurra la voz de un pasado que mezcla milagro y venganza, fe y temor. El enigma de Santa Rita es parte indeleble de la intrincada historia de una ciudad marcada por su relación con lo sagrado y lo profano.
En una tierra donde los milagros encuentran puerto, también se tejen oscuras tramas. Aún hoy el aire de Cartagena parece cargado de los ecos de aquel incidente, susurra las plegarias de los pescadores y los quejidos de un viejo tunecino, preguntándose por qué fue linchado de aquella manera.
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